Última
En la escuela siempre me elegían última en educación física. Era malísima.
Me acuerdo que lo que más me alegró cuando me entregaron el título secundario fue la certeza de no tener que ir más a soportar la tortura de jugar al vóley o al básquet.
Pero estaba equivocada. El fantasma de la actividad física me persiguió hasta 8000 kilómetros de casa.
Tenía 19 años. Estaba en un curso corto con gente de todo el mundo en e-Swatini, África. Ese día nos habían propuesto una especie de expedición grupal que consistía en hacer una especie de senderismo en una especie de montaña. A las 11 de la mañana un día soleado de verano de treinta y largo grados.
Se podía elegir entre el hiking fácil o el difícil. Yo hubiera preferido elegir quedarme durmiendo la siesta en la sombrita de los árboles de la puerta del parque, pero, bastante pendiente del qué dirán, anoté mi nombre en la cartulina del "grupo fácil".
Empezamos a caminar en fila india los 20. Yo marchaba. Me generaba confianza pensar que a ellos seguro que en sus países también los elegían últimos.
Pero todo se empezó a poner más difícil. Resultó ser un camino estrecho lleno de piedras y subidas y bajadas. Íbamos bordeando una montaña.
Primero sentí miedo. Tan mala para los deportes soy, que ni siquiera se me había cruzado por la cabeza llevar zapatillas aptas. Usaba unas de esas que de afuera parecen deportivas pero que, al mínimo roce de los pies con el piso, es como si estuvieras descalzo.
Me dije "ni se te ocurra mirar para abajo" para no alimentar las tendencias suicidas de mi familia. Y seguí.
Hasta tiraba chistes en mi inglés horrible, porque nunca hay que perder el sentido del humor.
Cantábamos canciones de Britney Spears. Nos reíamos. Iba dejando pasar a los valientes que se adelantaban. Total, todos íbamos a llegar.
Pero me empezaron a doler muchísimo las piernas y a molestarme las quemaduras que el sol agresivo del mediodía le había causado a mi piel.
Estaba tan ensimismada en mis pensamientos -lamentos de por qué no empezaba a entrenar de una vez por todas- que ni cuenta me di de que Baby One More Time había terminado hacía 5 minutos. Me había quedado última en la fila. Pero no había rastros de ningún ser humano cerca.
Mantuve la cordura como pude y me decidí a esperar sentada. Sí. Los coordinadores eran los únicos que sabían el recorrido. Ellos habían planeado esa actividad nefasta. Ellos me iban a venir a buscar. Era lo que les correspondía.
Entonces miré hacia mi alrededor y, cuando divisé una piedra lo suficientemente cómoda como para sentarme, me armé mi ranchito con las provisiones de comida y agua que llevaba en la mochila.
Esperé un buen rato. Desde el mediodía hasta pasada la tarde. Y, aunque mi inconsciente bloqueó todo lo que pasó en ese tiempo, la única certeza que tengo es que confiaba en que me iban a encontrar.
En el mejor momento del atardecer en ese lugar que, tengo que decirlo, era paradisíaco, empecé a escuchar una voz grave que con acento anglosajón gritaba "Rocío" por altoparlante.
"¡Me acabás de interrumpir este tremendo atardecer, atrevido!", pensé.
Mentira, para esa hora no me quedaban más uñas.
Con cuidado de no caer al vacío me levanté, me calcé la mochila y caminé con cuidado siguiendo a mi nombre en versión espanglish.
Cuando la remera roja del coordinador pasó a formar parte de mi campo visual y en el fondo solo había campo, caí en la cuenta de que estaba saliendo del sendero que bordeaba la montaña. Caí en la cuenta de que estaba a salvo. A menos que hubiera leones por ahí.
Corrimos a nuestro encuentro y nos fundimos en un abrazo bien largo, de esos que tenés ganas de dar. Le agradecí en inglés, en español y en siswati, el idioma que se habla en eSwatini.
Y, después del curso, ya en Argentina, decidí arrancar el gimnasio. Obvio que abandoné.

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