Solo

 



-Lo estuve pensando mucho y me di cuenta de que quiero estar solo.


Me atraganté con la medialuna que estaba engullendo.


Manoteé rápido el vaso de soda que me habían servido con el café y le di un sorbo largo. Eran como las seis y media de la tarde de una tarde de verano, pero el calor no daba tregua. Esa esquina palermitana de sillas industriales y lucecitas de colores en la vereda desencajaba en la escena.


-No es personal con vos. Sos re buena piba.


El pibe y la piba habrán tenido unos veintipico de años. Veinticortos. Ponele. A él, rubio de cejas despeinadas y mirada serena, las glándulas sudoríparas le estaban jugando una mala pasada. A ella, morocha de melena leonina, ojos azules y semblante cansado, con cada palabra de él la piel se le transparentaba un poquito más. Como si fueran baldazos de hielo.


Yo estaba sentada en la mesa de al lado. El café era malísimo pero me gustaba aprovechar la promoción vespertina de ese lugar y tomar un poco de aire fresco y juvenil de ese barrio que tan bien me había sabido adoptar.


Al principio pensé que la piba era muda. No largaba una sola palabra. Él acaparaba toda la conversación. Seguía con la cháchara de que no sos vos, soy yo, de que capaz que cuando nos empiecen a salir las canas nos vamos a volver a encontrar.


Yo apretaba los dientes para no lanzarle una sarta de puteadas al pibe. Si hubiese sido ella le tiraba por la cabeza el licuado de banana que estaba tomando.


Pero ella era como si no estuviera ahí. La mirada se le empezó a desviar para la derecha en dirección a las lucecitas de colores que rompían las bolas y no dejaban de titilaban. Como si se quisiera escapar del rechazo y no sentirlo más.


Como un tic, con la mano izquierda desbloqueaba el celular para mirar la hora al menos una vez por minuto, y con la derecha jugaba a pescar los agujeritos de los hielos del licuado con el sorbete de plástico. Es que por algún lado tenía que descargar la energía de las palabras que seguro no se animaba a pronunciar.


Él en un momento se tomó el atrevimiento de interrumpir su propio monólogo.


-Estás catatónica—le dijo como al pasar.


La piba dejó en la mesa la pajita del licuado y puso los brazos en jarra.


-¿Y qué querés que te diga?-le respondió, gélida.


Como si antes de eso hubieran estado discutiendo qué cenar esa noche. Qué película ver en el cine. A dónde irse de vacaciones.


Él, sin muchos rodeos, le preguntó si quería que siguieran en contacto. Ella le respondió que en ese momento no le podía asegurar nada, que lo tenía que pensar.


"Menos mal", pensé. "Ni se te ocurra, piba. Salí de ahí, maravilla."


Él pidió la cuenta. Para colmo no se la traían. Ella seguía ensimismada en la nada misma. Hasta que a él lo llamaron por teléfono y ella al fin reaccionó y se escapó corriendo al baño.


Se me pasó por la mente seguirla y preguntarle si necesitaba algo. Pero al segundo me di cuenta que iba a pisar el palito. Mejor quedarme ahí, nomás.


Cuando volvió se dividieron la cuenta y, después de pelearse por quién pagaba, al fin se levantaron y se fueron. Yo no me moví. Por más malo que fuera, no había dejado que se me enfriara el café para quedarme sin el final del culebrón.


Ví que caminaron juntos hasta la esquina y que ahí se despidieron. Que doblaron en direcciones diferentes. Pero en veinte segundos volvieron a aparecerse debajo del toldo de otro bar.


Y se fundieron en uno de esos besos que da quien tiene la certeza de que no va a haber una vez más.


Comentarios